lunes, 3 de octubre de 2011

LECTURA No 9. SEGUNDO AÑO

Tienes que hacer un mapa conceptual de esta lectura y la lectura No. 10 para la siguiente clase

Los inicios de una Historia  Nacional[1]

El cambio que introdujo la política de los Borbones fue la sustitución del proyecto de crear un Estado-Iglesia por el de implantar un Estado laico moderno, ya no dirigido por los valores y la moral religiosos, sino por los principios de la modernidad ilustrada. El nuevo Estado que proponían los Borbones no sólo era un Estado distanciado de la Iglesia sino un  Estado que perseguía fines terrenos y promovía el progreso industrial, técnico, científico y educativo, no la salvación eterna o los valores religiosos y tradicionales. La intervención directa del Estado en la economía, la sociedad y las instituciones culturales le restó poder a la Iglesia, los comerciantes, los hacendados y la burocracia criolla. Esta vez los fines políticos del gobierno español se opusieron a los intereses de la oligarquía colonial.

La secularización del pensamiento analítico es una de las manifestaciones más notables del gran cambio operado en la mentalidad de los grupos dirigentes del virreinato: a fines del siglo XVIII hay una progresiva secularización del orden social y político, de la educación, las ciencias, las artes y las costumbres. En las nuevas instituciones  científicas y culturales que entonces se desarrollaron los criollos conocieron la filosofía, las ciencias y las técnicas que introdujo la Ilustración y se convirtieron en hábiles manejadores de los nuevos medios de difusión de la sociedad moderna: el periodismo y el libro.

A fines del siglo XVIII, la memoria del pasado elaborada por los criollos dominaba en los libros de Historia. Pero no fue éste el único discurso, ni el más generalizado entre la población. A su lado se manifestó el multiforme discurso indígena y popular, cargado de símbolos y mensajes polivalentes y perturbadores: un discurso mucho más perturbador y difícil de captar porque había permanecido inatendido por los historiadores. Los rumores de sublevaciones, rebeliones y levantamientos indígenas habían sido comunes a lo largo de la tensa historia del virreinato. Lo nuevo a fines del siglo XVIII y principios del XIX fue la inseguridad y la creciente angustia de las autoridades virreinales ante estas manifestaciones del descontento social.

Esa situación cambió de modo radical cuando se modificó la relación política con España en 1808. La aparición de un pensamiento político centrado en las ideas de soberanía de la nación y la formación de una nueva realidad política, producida por el movimiento insurgente, crearon las condiciones para que se desplegara con fuerza y tomara impulso la idea moderna de nación y la concepción de un proyecto histórico nacional.

El Ayuntamiento de la Ciudad de México sorprendió a las más altas autoridades del virreinato cuando argumentó que las abdicaciones de Carlos IV y de Fernando VII eran nulas por ser “contrarias a los derechos de la nación a quien ninguno puede darle rey si no es ella misma, por el consentimiento universal de sus pueblos”.

Estas ideas sobre la soberanía y el pacto social entre el rey y sus gobernados fueron la fuente de inspiración de los primeros teóricos de la Independencia. El licenciado Francisco Primo de Verdad y Ramos, síndico del ayuntamiento de la ciudad de México, sostenía en 1808 que “la autoridad le viene al rey de Dios, pero no de modo inmediato sino a través del pueblo”. Por su parte, Juan Francisco Azcárate, también abogado y regidor del Ayuntamiento, sostenía que en ausencia del rey la soberanía residía en el reino de Nueva España, en los tribunales que lo formaban y en los cuerpos que “llevan la voz pública”, que para Azcárate era el Ayuntamiento de la Ciudad de México. Explicó que existía un pacto entre la nación y el soberano que no podía romperse unilateralmente. En ausencia del rey, decía, la soberanía recaía otra vez en su fuente originaria: en la nación o en sus cuerpos constituidos, es decir en el cabildo de la ciudad de México. Lo que afirmaban los criollos era que el fundamento de la sociedad no radicaba ya en el rey, sino en la nación.

Durante la Guerra de Independencia la virgen de Guadalupe consolidó su posición como reina y madre de los nacidos en México, se convirtió en emblema de los insurgentes, fue el imán carismático que llevó a las masas indígenas y populares a seguir a los ejércitos insurgentes, y encabezó una suerte de guerra santa contra los herejes gachupines. Los seguidores de Hidalgo y de Morelos eran masas movilizadas por creencias escatológicas, organizadas por hombres religiosos y dirigidos por fines tradicionales. Defendían la religión católica y a la virgen de Guadalupe, deseaban la instauración de un nuevo reino, pero en el sentido religioso, y querían seguir siendo indígenas, integrados a las tradiciones igualitarias y solidarias de sus comunidades. 

A las filas del movimiento de Independencia acudieron las masas indígenas, miles de trabajadores y desempleados del campo y de las minas, curas, letrados, militares, licenciados e individuos pertenecientes a los sectores medios y populares de las ciudades. Pero los letrados y buena parte de los sectores medios no compartían las creencias míticas de los grupos populares y campesinos. Eran hombres formados en las ideas de la Ilustración y del patriotismo criollo y tenían un proyecto político moderno y secular. En la confusión entre creencias religiosas tradicionales y aspiraciones políticas modernas, que es característica de esta época, la virgen de Guadalupe fue el símbolo que recogió tanto la carga mítica y escatológica de las masas indígenas y populares como las aspiraciones libertarias de los grupos políticos más desarrollados del virreinato.

Si la Revolución de Independencia, en el momento en que se desencadena, traslada efectivamente la soberanía a las masas armadas que a partir de ese momento actúan por sí y transforman la realidad, las decisiones que va tomando Hidalgo en la guerra son consecuentes con esa nueva realidad y no hacen sino expresar la soberanía efectiva del pueblo. Desde su alocución del 16 de septiembre, la abolición del tributo simboliza la destrucción del derecho existente, la destrucción del orden antiguo. Con la autoridad que ejerce por aclamación de la nación, Hidalgo abolió la distinción de castas y la esclavitud, signos de la infamia y la opresión que ejercían las clases dominantes sobre los indios, negros y mestizos. En el caso de Morelos, la identificación con las aspiraciones del movimiento popular es aún más genuina, es el representante más auténtico de la conciencia popular. Morelos enuncia un proyecto político centrado en la soberanía popular y la desaparición de las desigualdades que dividían a la población. Traduce en letras la aspiración ancestral de las comunidades indígenas y de los grupos oprimidos de vivir en igualdad, y convierte en programa político las demandas sociales de los sectores populares más desprotegidos del virreinato.

En los movimientos políticos posteriores desaparece la relación entre los anhelos de las masas y los programas de los dirigentes políticos. Sin embargo, aun cuando este proyecto no tuvo continuidad en el futuro inmediato, su carga ideológica estaría presente en todos los movimientos políticos y sociales posteriores. Creó también un panteón de héroes nacionales y el proyecto de construir una nación asentada en una historia antigua, destinada a vivir un futuro promisorio. No imaginaron una nación para una clase o un grupo restringido. Lucharon y murieron por un proyecto nacional que envolvía a la mayoría de los mexicanos.

En cambio sí hubo un desarrollo de la noción de patria y se manifestó un sentimiento patriótico exaltado, aunque reducido a la identidad con el suelo donde se había nacido, asentado en un conjunto de valores religiosos compartidos (la unidad en torno de la fe católica y la virgen de Guadalupe), apoyado por una recuperación progresiva de la historia antigua de los pobladores originales y dirigido por las reivindicaciones ideológicas del grupo criollo. Era un concepto de patria limitado, no compartido por los demás grupos y que no salvaba las profundísimas divisiones étnicas, sociales, económicas y culturales que fragmentaban a la población.

Primero en los decretos que Hidalgo y Morelos promulgaron durante la insurrección, luego en el Acta de Independencia y en los documentos previos al Congreso de Chilpancingo (Manifiesto del Congreso, Reglamento y Discurso de apertura del mismo), y finalmente en los Sentimientos de la Nación y en la Constitución de Apatzingán, los principios constitutivos de la nación entraron a formar parte de la memoria colectiva.

México se proclamó una nación libre y soberana, pero se definió como una nación antigua, anterior a la Conquista española que la había sojuzgado. Por ello decía el Acta de Independencia que la América Septentrional había “recobrado el ejercicio de su soberanía usurpada”. Y por eso se asentó en la Constitución de Apatzingán que “ninguna nación tiene derecho a impedir a otra el uso de su soberanía. El título de Conquista no puede legitimar los actos de la fuerza: el pueblo que lo intenta debe ser obligado por las armas a respetar el derecho convencional de las naciones”.

El principio de la soberanía popular fue el otro gran pilar sobre el que se hizo descansar el proyecto político de los insurgentes. Recogiendo el espíritu que animó a la insurrección popular, Morelos afirmo en los Sentimientos de la Nación que “La soberanía dimana inmediatamente del pueblo”. En la Constitución de Apatzingán se asentó que “la soberanía reside originariamente en el pueblo y su ejercicio en la representación nacional compuesta de diputados elegidos por los ciudadanos”

A estos principios fundadores de la nación insurgente se unieron los provenientes de la gesta popular del pensamiento ilustrado de los criollos y del pensamiento político moderno. En conjunto, estos principios afirmaron la igualdad de los mexicanos ante la ley, ratificaron la unidad de la población en torno de la religión católica, declararon que el objetivo fundamental del Estado era la persecución del bien común y definieron la nueva organización política de la nación.

La Revolución de Independencia y el pensamiento político que surgió de ella afirmaron las “características subjetivas” que, según los teóricos, subyacen la formación de una nación: la aspiración de la población a constituir una nación autónoma, la lealtad a la nación por sobre cualquier otro interés y la voluntad de mantenerla unida e independiente. Al mismo tiempo, la Revolución de Independencia consolidó y le dio una dimensión política moderna a las “características objetivas” que definen (aunque no explican) a la nación: una organización política refrendada por el consenso popular, una identidad territorial, una historia compartida y una lengua común.

Por primera vez en la Historia de México los sentimientos patrióticos tradicionales (la identidad en torno a un territorio, religión, pasado y lengua compartidos) se integraron al proyecto político moderno de constituir una nación independiente, autónoma y dedicada a la persecución del bien común. Así apoyada en la movilización armada de la población y en un pensamiento político moderno y nacionalista, la nación se asumió libre, independiente y creo un porvenir para realizar en él un proyecto histórico propio, centrado en el Estado Nacional y en la nación autónoma.

La independencia política de España y la decisión de realizar un proyecto político nacional crearon un sujeto nuevo de la narración histórica: el Estado Nacional. Por Primera vez, en lugar de un virreinato fragmentado internado y gobernado por poderes extraños, los mexicanos consideraron su país, el territorio, las diferentes partes que lo integraban, su población y su pasado como una entidad unitaria. A partir de entonces, independientemente de las divisiones y contradicciones internas, la nación se contempló como una entidad territorial, social y política que tenía un origen, un desarrollo en el tiempo y un futuro comunes. El surgimiento de una entidad política que integraba en sí misma a todas las partes de la nación fue, pues, el nuevo sujeto de la historia que unificó la diversidad social y cultural de la población en una búsqueda conjunta de identidad nacional.

A su vez el surgimiento de una concepción del desarrollo histórico centrada en la nación provocó el nacimiento de una historia para sí, de una escritura de la historia hecha para la nación y elaborada por mexicanos. Este descubrimiento explica que la elaboración de una historia propia, concebida y escrita por mexicanos, corriera inextricablemente unida a la realización del proyecto político del Estado Nacional. La memoria del pasado, hasta entonces desmembrada y ajena, comenzó a ser una memoria recuperada y clasificada por instituciones nacionales (archivos y museos) y bajo la dirección de los intereses históricos de la nación. Desde la Independencia el pasado del país fue repensado y reescrito, pero ahora bajo la compulsión de crear una memoria histórica fundada en valores reconocidos como propios por la nación independiente.



Lectura 2. La construcción de la Nación y el conflicto de identidades.[2] 

Dice Enrique Florescano que este libro, Memoria Mexicana, nació en rebeldía contra la tesis que afirma que los mexicanos tenemos una identidad nacional única, basada en una memoria histórica común. Contra esa afirmación hace tiempo que comenzó a desarrollar la hipótesis de que en lugar de una memoria única, en el pasado mexicano habían coexistido múltiples memorias, sostenidas por los diversos grupos étnicos, sectores sociales, organizaciones políticas, localidades y entidades regionales que componían el país.

En los tiempos prehispánicos, con excepción de los reinos absolutistas de la época clásica, que lograron imponer un canon historiográfico incontestado y un modo uniforme para colectar y transmitir la memoria del reino, la presencia de memorias locales  y étnicas que resistieron los dictados hegemónicos de los poderes centrales fue constante. El choque de memorias más visible entonces fue el enfrentamiento entre la memoria de los pueblos sedentarios, a quienes se encomiaba como fundadores de la vida civilizada, y el modo de vida de los pueblos cazadores y recolectores, a quienes se denigraba con el calificativo de bárbaros.

Esta pugna entre memorias contradictorias devino un combate continuo en los dos primeros siglos del virreinato, cuando la matriz indígena fue dislocada por la invasión de grupos étnicos europeos, africanos y asiáticos. Entonces convivieron por primera vez en la Nueva España las antiguas tradiciones indígenas con concepciones del pasado que provenían de regiones tan remotas y cargadas de historia como Europa, el antiguo Oriente o África. Se produjo entonces un choque entre distintas interpretaciones del pasado, un enfrentamiento entre concepciones del tiempo y de la historia nacidas en culturas hasta entonces apartadas por barreras físicas y culturales infranqueables. Esta colisión entre distintos pasados se agudizó cuando apareció la primera generación de gente mestiza: criollos, castas, mulatos… Como es natural, estos grupos mezclados se esforzaron por hacer valer nuevas identidades y reclamaron para sí partes del pasado de sus padres, al mismo tiempo que rechazaban porciones considerables de ese legado.

Las naciones deberían tener variadas y plurales memorias del pasado, tantas como grupos étnicos moraron en su territorio. Sin embargo, al comenzar el siglo XXI, la paradoja es que México, el país plural formado por múltiples grupos y largos siglos de historia, tiene una historiografía centrada en narrar las hazañas de los vencedores de las luchas políticas de los siglos XIX y XX. Hay una memoria pobre de las poblaciones orientales en nuestra Historia. Más pobre aún es el registro de la Historia de la religión, la institución que durante milenios estableció las principales formas de participación, identidad e integración de los distintos grupos sociales que conformaron la nación. Otro ejemplo notable de ocultamiento deliberado del pasado es el de los tres siglos de la dominación española. En los años que siguieron a la Independencia y el nacimiento de la República, la lucha política entre liberales y conservadores convirtió el pasado colonial en la época negra de la Historia mexicana. La contienda de esos años dividió al país entre quienes se obstinaban en edificar la nueva nación sobre sus antiguas raíces indígenas y quienes querían sustentarla exclusivamente en el legado hispánico. El triunfo de los liberales hizo que todo intento de reconstruir los tiempos de la dominación española concluyera en una  condena de la Iglesia, las clases dirigentes  y los valores hispanos. Para los liberales el virreinato vino a ser la época de la sumisión colonial, el tiempo del saqueo de las riquezas minerales, el origen de los latifundios y la cuna de las tradiciones conservadoras.

La memoria histórica mexicana no ha podido aceptar aún los tres siglos que forjaron una nueva nación y, en consecuencia, no hemos podido elaborar una historia objetiva de la Conquista ni menos relatar comprensivamente cómo nació una nueva sociedad fundada en herencias culturales divergentes de la propia tradición ancestral. Es claro que para construir esta historia se requiere aceptar antes los valores políticos, sociales y culturales occidentales que los españoles fincaron en la Nueva España. Es decir, falta explicar cómo el mundo americano dejó de ser un mundo centrado en los valores indígenas y se transformó en una sociedad multiétnica, regida por los valores de la cultura occidental, pero en la cual sobrevivieron las antiguas tradiciones de los pueblos nativos. En tanto no reconozcamos este trasfondo sustantivo de nuestros orígenes continuaremos ignorando partes enteras del pasado que forjó a la nación real, que es una nación multicultural.

La reconstrucción de la memoria mexicana, antes de ser continua y estar guiada por el raciocinio, ha sido conflictiva y parcial. Parece ser, sobre todo, una reconstrucción gobernada por las disrupciones políticas que modificaron el acontecer histórico. La primera interpretación duradera sobre la creación del cosmos, el origen de los seres humanos y el principio de los reinos la produjo el nacimiento del ancestral Estado olmeca, y más tarde el advenimiento del poderoso Estado teotihuacano, cuya vida se prolongó desde el siglo II hasta el VIII de la era actual. Esta concepción era una interpretación del pasado que hacía descender a los reyes de los dioses creadores, legitimaba la división entre gobernantes y gobernados, narraba la historia del grupo étnico y encomiaba los valores que sustentaron a esas sociedades y le dieron vida prolongada al reino.

Después del derrumbe de los reinos de la época clásica (siglos VIII y IX) los nuevos estados asumieron una concepción semejante del cosmos y del origen de los grupos humanos. El mito de la creación del Quinto Sol que se originó en Teotihuacan fue adoptado por los nuevos Estados, pero en lugar de glorificar al rey cantó las hazañas de la nueva organización política que surgió entonces, convirtió las migraciones de los pueblos guerreros en epopeya conquistadora, narró los orígenes del grupo étnico y le asignó a los nuevos dirigentes la misión de conservar la vitalidad creadora del Quinto Sol.

La conquista española cortó de tajo ese canon historiográfico y en su lugar impuso la concepción cristiana de la historia y la idea de un proceso histórico lineal. A mediados del siglo XVII, los pueblos indios reorganizados habían incorporado a su concepción del tiempo y del pasado fragmentos de la idea cristiana del acontecer histórico, a través de un complicado proceso de rechazos, sincretismos, resistencias e integraciones. El choque y la convivencia entre esas dos concepciones del mundo produjo una cosmovisión indígena anclada en el antiguo modo de vida campesino, íntimamente vinculada al ciclo agrícola del maíz y al calendario solar, y al mismo tiempo devota de los santos y festivales religiosos cristianos, fidelísima de las solidaridades pueblerinas, y asentada en formas de vida que mezclaban la tradición indígena con los legados del mundo occidental.

Durante el virreinato, aún cuando los indígenas se convirtieron  en la fuerza de trabajo de la nueva sociedad, sus modos de vida y sus tradiciones fueron respetados. Formaban parte de la sociedad colonial, si bien es cierto que ocupaban uno de sus escalones más bajos. La protección jurídica, política y social que disfrutaba el indígena en el virreinato se derrumbó por completo con el nacimiento de la república y la propuesta de los liberales de abolir las leyes que beneficiaban a grupos y corporaciones particulares. La independencia política de España condujo a la fundación del Estado autónomo y creó la perspectiva de un nuevo proyecto histórico fundado en la integridad de la nación. Este vuelco político inauguró otra etapa histórica y dio paso a un nuevo canon historiográfico: la historia de la nación, un relato que en principio debería abarcar los diversos grupos asentados en el territorio. Pero la realización de ese proyecto, en lugar de avanzar hacia una historiografía abierta a los distintos pasados del país, desembocó en un registro reduccionista de la historia cuya obsesión fue exaltar el triunfo del liberalismo y su propuesta de nación. Forjó también un modo intolerante de ver el pasado.



1. El conflicto entre el Estado-Nación y la memoria étnica.

    El Estado que surgió de la guerra de liberación nacional abrió una perspectiva política inusitada. Con la república se importaron los modelos del Estado moderno y se creó, simultáneamente, un sujeto nuevo en la narración histórica: la nación integrada por todas sus partes. Por primera vez, en lugar de un virreinato fragmentado y gobernado por poderes extraños, los mexicanos comenzaron a ver el territorio, las diferentes regiones que lo formaban, su diversa población y sus contradictorios pasados como una entidad unitaria. Poco a poco, a lo largo de un camino sembrado de escollos y a pesar de hondas divisiones internas, el Estado empezó a ser contemplado como una entidad territorial integrada social y políticamente, que tenía  un origen, un desarrollo en el tiempo y un futuro comunes. En lugar de una imposible unidad cultural, el Estado que surgió de ese proceso se concibió como una comunidad política, o como una nación política.   

 “Se ha dicho a veces –afirma Francois Xavier Guerra- que en la América hispana el Estado había precedido a la nación. Mejor sería decir que las comunidades políticas antiguas –reinos y ciudades- precedieron tanto al Estado como a la Nación y que la gran tarea del siglo XIX para los triunfadores de las guerras de independencia será construir primero el Estado y luego, a partir de él, la nación moderna”.

A fines del siglo XIX lleno de violencia, el Estado había doblegado a los hombres fuertes que antes imponían su ley en territorios dilatados y le había asestado un golpe fatal al poder económico y político de la Iglesia. Por primera vez el Estado logró que sus leyes y mandatos fueran obedecidos en los rincones más alejados de la república, y puso en pie un ejército moderno que instauró el orden en el territorio nacional. Sin embargo, ese mismo Estado poderoso seguía librando una guerra a sangre y fuego con los pueblos indígenas, principalmente en las tierras regadas por el río Yaqui y en la península de Yucatán.

Las contrastantes ideas de nación que animaban a las élites dirigentes y a los pueblos indígenas y campesinos llevó a estos sectores al choque sangriento que dividió más al país y produjo una herida social que aún no hemos podido restañar. En el México de comienzos del siglo XIX, los pueblos indios, los mestizos, las castas, los criollos, las ciudades y las corporaciones sostenían ideas contradictorias de nación. Como afirma Francois-Xavier Guerra, desde mediados del siglo había por lo menos dos ideas de nación que luchaban entre sí. Por un lado, estaba la nación compuesta por estamentos y grupos corporativos, cuya unidad se fundaba en las costumbres y tradiciones colectivas instauradas por el propio desarrollo histórico. Esta nación era “el producto de una larga historia, a lo largo de la cual se han forjado sus valores, sus leyes, sus costumbres, es decir, su identidad”. Esta nación antigua era también una nación católica. Por otro lado, estaba la nación moderna, integrada por individuos iguales, el ideal al que aspiraba la ascendente clase política liberal. Esta nación, en contraste con la antigua, se pensaba secular, era una nueva “nación política”, que no incluía a sus sectores más antiguos.

El enfrentamiento entre los grupos étnicos tradicionales y la nación se produjo cuando se creó el Estado moderno, el llamado Estado-Nación. Al contrario de la nación histórica, el Estado-Nación es concebido como una asociación de individuos que se unen libremente para construir un proyecto. En esta concepción, la sociedad no es más el complejo tejido de grupos, culturas y tradiciones formado a lo largo de la historia, sino un conglomerado de individuos que se asumen iguales. El Estado-Nación, en lugar de aceptar la diversidad de la sociedad real, tiende a uniformarla mediante una legislación general, una administración central y un poder único. La primera exigencia del Estado-Nación es entonces desaparecer la sociedad heterogénea y destruir los “cuerpos”, “culturas diferenciadas”, “etnias” y “nacionalidades”.

La homogeneización de la sociedad se realiza sobre todo en el nivel cultural. Para construir a la nueva nación se unifica la lengua en primer lugar y enseguida el sistema educativo; luego se uniforma el país bajo un único sistema económico, administrativo y jurídico. Y en el caso de que en el mismo territorio convivan varias culturas y naciones, la cultura de la nación hegemónica sustituye a la multiplicidad de culturas nacionales.



[1] Enrique Florescano, Memoria mexicana, Taurus, México, 2001, pp. 481-548.
[2] Ibidem. pp. 549-561.

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