Para encontrar las razones
de la exclusión histórica de las mujeres de la política, hay que buscar en las
formulaciones originarias que han conformado el pensamiento político occidental
de raíces judeó-cristianas. Para el caso latinoamericano también es válida la búsqueda
por este lado, pues el colonialismo impuso e impregnó de los mismos criterios excluyentes
su sistema político, aunque éste haya tenido sus especificidades y diferencias.
Desde Aristóteles, pasando
por San Agustín, Maquiavelo, Locke, Rousseau, Stuart Mill, etc. En cualquier
caso, e incluso en el discurso de la modernidad se bloqueó el acceso de las
mujeres a los derechos individuales, civiles y políticos. Genevieve Fraisse ha señalado:“El
razonamiento teórico que excluyó a las mujeres de la política en el discurso de
la modernidad occidental no estuvo finalmente basado en su falta de raciocinio,
sino en la puesta de éste al servicio de "fines que la trascienden y
tienen lazos siempre indirectos con la sociedad", a través de los cuales
influye a distancia”.
Es con la primera guerra
mundial que a las mujeres se les reconoce el derecho al voto, conquista lograda
por las sufragistas norteamericanas y europeas de esa época.
El populismo en América
Latina más tarde, hizo la relación con las mujeres más funcional y operativa,
al reconocerles la condición de ciudadanas y concederles el voto. La mayoría de
los gobiernos populistas dieron el derecho del sufragio a las mujeres por el
interés político de mantenerse en el poder - las mujeres eran votos que les
legitimaban - y no tanto por reconocimiento de las razones políticas que
argumentaban los movimientos sufragistas que luchaban en América Latina desde
comienzos del siglo. Así sucedió con el
peronismo en Argentina, el
cardenismo en México, etc.
Por otro lado, el impulso a
la organización de las mujeres de los sectores populares en los denominados
Clubes de Madres, para sustituir al Estado en sus deberes, funcionó desde los
sesenta del siglo pasado. Cabe aclarar que, parte de estas organizaciones
impulsadas desde el gobierno en esos años, se transformaron en los años ochenta
en movimientos sociales con estructuras democráticas que comenzaron a
desarrollar una participación política activa, cambiando su relación dócil y
sumisa y aunque operando bajo la tutela estatal y para su beneficio, dicho
cambio se manifiesta en la conquista o mejor dicho en la integración vía su
partido político a las cámaras, sea de diputados, senadores, o ayuntamientos
municipales.
En cuanto a los puestos de
elección, de acuerdo con los datos de la composición de las Legislaturas para
el periodo 2000 – 2003, las mujeres constituían 16% dentro de las Cámaras de
Diputados y de Senadores del país y a nivel estatal su presencia en los Congresos
era aún menor. Esta situación cambia significativamente a partir del 2003, ya que,
de acuerdo a la composición de las Legislaturas, las mujeres alcanzan 23%. Este
aumento de siete puntos es un impacto directo de las reformas al Código Federal
Electoral en Materia de Género aprobadas en el año 2002 que obliga a los
partidos políticos a registrar una cuota de mujeres como candidatas. Las cifras
de México coinciden con los promedios de diferentes países de América. El
índice de participación más alta se alcanza en los países nórdicos, donde las
mujeres parlamentarias llegan a 41%. Como contrapartida, en los países árabes
éstas apenas representan 9%.
En la vida política
contemporánea la equidad de género y el rechazo a la idea de que los hombres
son mejores líderes políticos que las mujeres, se han llegado a considerar como
un triunfo y un importante componente de la democratización a favor de la mujer.
En el mundo de hoy, tenemos a once mujeres que son jefas de Estado o de
gobierno. Durante los últimos dos años, hemos sido testigos del ascenso de
Ángela Merkel como primera ministra de Alemania y de Michelle Bachelet, a la
presidencia de Chile. En México, tenemos solo una gobernadora por el PRD en
Zacatecas, Amalia García Medina. Las modernas democracias de los países más
avanzados (G-7) afirman que la democracia siempre está en proceso de
construcción. Un momento estelar en ese permanente proceso es la emergencia de
gobiernos electos –en elecciones transparentes- con votantes informados
-información seria y objetiva-, con un estado de derecho en donde actúan
derechos humanos de igualdad, de libertad, de seguridad, etc.
Otro momento estelar, aún
desconocido por la historia, será cuando esa democracia, ese gobierno, su
estado de derecho y derechos fundamentales reconozcan a las mujeres y a quienes
se identifican en sus preferencias sexuales con ellas, la misma dignidad que reconoce
en el varón. Como clase y como individuo cuál es el lugar sobre la tierra donde
la mujer no sigue siendo discriminada de la educación, de la salud, del
trabajo, del poder político, etc. Por supuesto, hay sitios, hay países en donde
la discriminación es más sofisticada, más subterránea, en donde, la
circunstancia de que algunas mujeres hayan alcanzado escaparates públicos
induce a creer que la discriminación por sexo se ha abatido, lo cual es falso;
el mejor y más fundado argumento es Beijin 1995-2000, en donde se polemizo
sobre todos los matices de la discriminación a la mujer en el mundo.
Mientras esto suceda,
mientras esté sucediendo en Aguascalientes o en cualquier otro rincón de la
tierra, el o los procesos hacia la democracia no andarán muy lejos de las democracias
supuestamente proscritas, levantadas sobre diversas formas de esclavitud
humana.
La perspectiva de equidad
de género tiende a desmontar del discurso y de la acción masculina lo que dice
y hace en torno de la mujer; plantea que la mujer sea el sujeto de su propio
discurso y de su propia acción. Ello supone, necesariamente, en el plano
social, un proceso democrático en donde ambos sujetos, actores de la historia
social, dialoguen de tú a tú. La capacidad de diálogo a su vez implica procesos
educativos insertos en un entramado social que finalmente emerge como
democracia de género, en donde toda institucionalidad de gobierno integre a la
mujer sea rica o pobre, instruida o analfabeta, ladina o indígena, prostituta o
beata. En la democracia de género no existe el pre destino sino la autotelia,
la definición de sí mismo acorde a sus circunstancias. Nadie nació para
ser madre o para ser maceta
de corredor, si así no está contemplado en su cosmovisión, autotelia individual
y circunstancias ideológicas y sociales.
No obstante que se han
logrado grandes avances respecto al reconocimiento y a la protección de los
derechos de las mujeres, los retos y los desafíos también siguen siendo de gran
envergadura para las naciones occidentales, América Latina y México en particular.
La violencia hacia las
mujeres y la discriminación sexual aún persisten, aunque ya con menor grado. A
pesar de ello, en muchos países, la educación de las mujeres ocupa todavía un
nivel muy bajo en la escala de prioridades de los gobiernos y en algunos casos sus
oportunidades de inclusión en la esfera política son bastante reducidas. En
este tenor, México ha suscrito varios acuerdos internacionales que “amparan” la
protección de los derechos y la igualdad de oportunidades entre hombres y
mujeres, entre los que se encuentran la Convención de la ONU sobre la
Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer, firmado el
17 de julio de 1980, y la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y
Erradicar la Violencia contra la Mujer, signado el 4 de junio de 1995. Pero,
desgraciadamente sólo es algo que está en el escritorio, está olvidado. Por
tanto, hay que rescatarlo.
En México el cambio
democrático real echará raíces y se consolidará sólo si tiene su expresión en
el mejoramiento palpable de la condición de la mujer en general.
El gobierno creó el
Instituto Nacional de las Mujeres. A este organismo se le encomendó la difícil
tarea de impulsar la vida plena de las mujeres y su realización como seres humanos
mediante la aplicación del Programa Nacional para la Igualdad de Oportunidades
y la No Discriminación de las Mujeres. Ni la creación del Instituto ni del Programa
pueden ser en sí mismos una realización activa y efectiva, sino un instrumento para
efectivamente lograr que las mujeres ocupen su lugar en la vida del país. En consecuencia,
el adoptar la agenda de igualdad de género, el crear los instrumentos institucionales
para promoverla y el delinear un programa en el que esta agenda se exprese, son
retos y compromisos con la igualdad de la mujer que el gobierno debe considerar,
incluida la responsabilidad de cumplir, pero no se ha logrado materializar hasta
hoy. En el proceso democrático de México la condición de la mujer es un punto
de referencia por el cual se puede medir si genuinamente se está dando un
cambio y una transformación democrática. Serán las mujeres mismas quienes
juzguen si la nueva democracia mexicana cumple o no lo que ha prometido desde
siempre.
Simplemente, debemos
considerar a la equidad de género como un indicador del desarrollo del país. La
atención a estos problemas es un punto de partida indispensable para el
bienestar futuro de nuestras comunidades y debe ser de importancia vital para
los responsables de formular las políticas en todos los niveles de gobierno.
Al respecto dice Aguilar
Zinser: “El aumento de la participación de la mujer en todas las sociedades del
mundo y ámbitos de la vida no ha garantizado su reconocimiento ni tampoco
mejoras definitivas en su trato y calidad de vida. La lucha por los derechos de
las mujeres debe ser de prioridad nacional. El gobierno, los medios de
difusión, las organizaciones no gubernamentales y la sociedad deben trabajar
con mayor creatividad y eficacia para dar paso a la equidad y a la no
discriminación de las mujeres. La emancipación de las mujeres debe ser total,
nunca más sólo parcial como hasta ahora”.
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